Y...

Molaba yo, todo ordenadito escribiendo y publicando cada día y hasta poniendo nombres y datos ¿no? pues ya ves. No he tardado mucho en empezar a arrancar páginas del cuaderno, a llevar notas dobladas en los bolsillos, a olvidarme el móvil en el fondo del fondo de la mochila, a pasar del mundo mundial y parte del universo... en definitiva a ser yo de vacaciones, que es como un yo elevado a la máxima potencia del caos.

Nos acercamos al final de nuestro viaje. Mañana volvemos a Reikiavik y ya solo nos quedarán un par de visitas, la noche de hotelazo de lujo de nuestro viaje guarrimochilero y bañarnos en la playa de Nauthólsvík entre hielo y agua caliente. Nos hemos hecho esa promesa en plan pacto de compañeros para sellar veteasaberqué. El siguiente viaje guais, supongo, en el que pensamos seguir estando los cuatro juntos y siendo los mejores superamigos del mundo mundial. Islandia es un lugar que te pone místico. De hecho, como me quede una semana más aquí, me voy de Madrid agnóstico y vuelvo budista. En serio.

No tengo palabras para describir lo que ha sido todo esto. Estoy en el país más maravilloso del mundo, con diferencia. Ni Patagonia, ni América, ni pollas en vinagre. Esto es único. Indescriptible. Te atrapa. No ha habido ni un solo trayecto, ni un solo momento, ni una sola ruta, que no me haya dejado con la boca abierta y sin palabras. Al final no estaba yo tan desencaminado con mis desbarres de cuando era pequeño. Los volcanes, dentro de la magnitud de su mala hostia, generan un mundo y una vida a su alrededor que va mucho más allá de la belleza. Playas de columnas de basalto como piezas de mecano, hectáreas de rocas musgosas de riolita blandas como alfombras, arenas lisas y negras como la brea, solfaratas humeantes, géiseres en explosiones de 20 m., lagos termales brotando en mitad del hielo... Si existe un nacimiento de la tierra, te juro que estos días he estado de cabeza en él. No voy a olvidarlo nunca. En serio. Ya no porque sea un sueño infantil cumplido y blablablá. Es que lo que me llevo en la retina estoy seguro de no volver a verlo nunca. Ni aunque viva ocho vidas.

Supongo que también en parte se lo tengo que agradecer a Karlos. Ahora entiendo tanto movimiento con los mapas y las rutas de las últimas semanas. Porque tranquilamente podíamos haber hecho el viaje turístico sin más, e ir en autobús de un sitio a otro, comprar souvenirs, dormir en hotelitos, buscar auroras boreales, dar paseítos por los parques naturales... Pero Karlos es Karlos. Y su manera de ver mundo es su manera de ver mundo. Nos ha hecho patearnos Islandia a bota, mochila, tienda y cojones. Y tenía razón, el cabrón. Ha sido único. Y realmente, si no hubiéramos cruzado cuevas subterráneas, conducido sobre lagos de hielo, atravesado la lengua del glaciar a golpe de crampon, y  acampado frente a la cascada de Svartifoss... Esto nunca habría sido lo mismo y yo no estaría ahora con este post de ohquébonitovivir y esta cara de apollardao que llevo arrastrando desde el lunes.

Por detrás quedan todas las anécdotas de descojone que nos hemos echado a la espalda, que han sido todas y más. Esta mañana nos hemos despedido de Narfi y Agnar, y casi hemos llorado (nosotros, Karlos es de poliespán y salvo que seas un niño, un perro o un Ariel, solo te da un plaf-plaf y un andatira). La noche en tienda de campaña que pasamos con ellos, bebiendo litros de viking (cerveza islandesa de la que me he vuelto hijo predilecto) con los hombros entrelazados y cantando a gritos "en el último trago" nos unió mucho. Los borrachos es lo que tenemos. Que enseguida nos cogemos cariño. Narfi ha prometido venir a vernos a Madrid en Navidades. Karlos dice "considerando que aquí hay una persona por kilómetro, como le llevemos a Preciados le matamos." Me he reído mucho con eso. Me río mucho con cualquier gilipollez en Islandia. Es porque soy asquerosamente feliz. Si ahora mismo pudiera, cerraría mi casa, cogería a mis niños walpurgis, a mi fauna y a mi suegra (no sin mi sopa) y me vendría a vivir aquí. Con todo. Con su frío del carajo, su llovizna y sus nieblas. Con su nieve y sus vikingos sonrientes. Con su comida extraña y deliciosa y sus campings en mitad de la nada. Con sus carreteras de Mad Max, sus jerseys de 20.000 nudos, su luz de vieneyva y sus albóndigas de reno.

No...

quiero...

volver...