La paz de los paréntesis

Me desconcierta un poco mi compañero. El chico extraño. El que vive con su madre en un piso con flores en las paredes y relojes pastorales. Hace un par de días vino a trabajar con el flequillo lleno de mechas rubias, y ahora le ha dado por quitarse las camisas con corbata de niño bueno que traía y ponerse el mismo tipo de camisetas tontas que llevo yo. No es que me desconcierte porque yo las lleve. Hay mucho sitio en el mundo para gente que lleve camisetas tontas, pero hasta ahora mi jefe me ha dado por imposible con lo del trajecorbatismo precisamente porque era algo que no se expandía más allá de mi desastroso cubículo. Ahora que ha visto que hemos empezado a ser dos, me falta el pelo de un calvo para que me llame al despacho y me argumente que tengo que empezar a usar corbata sí o sí. Hoy le ha llamado a él. Le ha dicho que no tenía que seguir mi ejemplo porque yo era "un trabajador particular que no se ajustaba a las normas." Queda estupendamente fina la definición ¿no? Mucho más elegante que decir simplemente que no está dispuesto a soportar a más de un tonto a la vez.

Pobre Jon. Acaba de decirme que se ha autoregalado una noche de hotel por su cumpleaños. "Una noche tú y yo, sin niños, perros, gatos, ratas, ni nada que se meta en nuestra cama." Me ha hecho mucha gracia, porque él es el rey de la templanza y la sangre fría, y cuando le dan esos arrebatos, se humaniza y me dan ganas de meterme en su jersey y hacerle un ea-ea. Es verdad que llevamos unas cuantas noches puñeteras. Más o menos desde que empezó el frío este de cojones. Dejamos que los animales duerman dentro de la casa, y se pasan la noche turnándose y peleándose para meterse con nosotros debajo del edredón (menos Matraka, que tiene bula y es invitado permanente en la cama de Simón). Cinco bichos y dos humanos son mucho peso específico para una cama. Y solemos gastar kilos de paciencia, pero es verdad que a veces, cuando ves que son las 3h. de la madrugada y te despierta un culazo de perro plantificándose en tus morros, o las 36 uñitas de un gato clavándosete en la espalda intentando quitarle el sitio a otro que bufa, gruñe y escupe, tienes que tener el autocontrol de un monje tibetano para no cogerles del rabo a los cinco, y lanzarles por la ventana en modo helicóptero. Y eso por no contar toda las veces que empezamos a ponernos tiernos y entra en tromba Simón preguntando por el colacao, justo en el momento en que estamos quitándonos los calzoncillos con la boca. Que si ponemos en fila todas las erecciones que se nos han quedado en estado de shock, te digo yo que llegamos hasta Cotos y hasta le pegamos una vuelta.

Y vaya, que sí... Que es verdad. Que nos vienen muy bien unas horas de paz.

Y otras tantas de guerra.