Para ser el primero va un poco largo

El mes que viene me vuelven a hurgar en la cabeza y sigo teniendo la analítica hecha un cisco. Encima con lo del disgusto del gato (que sigue estrambótico y viviendo debajo del sofá) me resté dos kilos más. He hecho un pacto con Jon de cuidar al milímetro la comida hasta la operación. Está claro que mi caos natural no me permite meterme en restricciones gordas, pero al menos cuidaré de comer muchas cosas sanas y poca cantidad (o ninguna) de las insanas. Esperemos que paso a paso haga camino, porque desde luego hasta ahora me estoy luciendo con los buenos propósitos.

Y hablando de pactos con Jon... vamos a sacarnos unas pocas tripas.

Calibán:

No fuí hijo único. Quizá hubiera sido mejor serlo. O que directamente no hubiéramos nacido ninguno de los dos. Pero aún así lo hicimos, y para más inri, a la vez. Y aunque en la vida posterior siempre me tocó raspar el plato, en la tripa de mi madre logré llevarme la mejor parte. Mi hermano, mellizo menor, nació renegrido, retorcido y enfermizo, mientras que yo, llevando la contraria, vine al mundo sano, de una sola pieza y peleón. Tanto que nada más salir, lo primero que hice fue agarrarme al bolso de mi abuela, que estaba sobre la cama y llevármelo conmigo con todo su contenido dentro. A mi padre le hizo mucha gracia este gesto mío, de chorizo precoz, y como por aquel entonces dirigía una minicompañía de teatro que representaba La Tempestad, lo tuvo clarísimo al instante. "Aquí tenemos a Ariel, el ladrón." Menos suerte corrió mi hermano, que con solo unos minutos en el mundo, ya tuvo que tragarse el dudoso sentido del humor de mi padre y llamarse Calibán, en honor al esclavo deforme hijo de la bruja Sycorax. Cuando ya fuimos lo suficientemente mayores como para preguntar, mi abuela Agra se cansó siempre de repetirnos que los nombres los había elegido mi ignorante abuelo, de uno de los libros de la biblioteca, y fue después que ella muriera, ya entrado yo en la adolescencia, cuando mi padre se encargó de despejar mis dudas sobre todo esto, atribuyéndose divertido el mérito de la crueldad. Sobre todo porque a él, al contrario que mi abuela, nunca le preocupó demasiado los rencores a los que yo pudiera llegar. "Aguas que pasan se pierden." Ese fue siempre su escudo de armas.

Pero para hablar de mi padre ya habrá otro martes.

Quise mucho a mi hermano. Todo lo que puedo recordar. Con ese cariño entreverado e indestructible que guardamos con los que compartimos nuestro mundo infantil. Él siempre fue mi antagónico. Era moreno, tranquilo, dulce, metódico, callado, pacífico. Siempre a mi rebufo de torbellino, porque llevaba sus piernas deformes encerradas permanentemente en dos armazones metálicos, y caminaba con mucha dificultad. Es el recuerdo más vívido que tengo de él. El chirriar metálico de sus piernas y el taco de madera con correas, que tenía que ponerle entre los tobillos para dormir. Los chicos de la parte baja (que en la isla llamábamos terroni) solían meterse con él día sí y día también, así que recuerdo haberme metido en muchas peleas por defenderle, en lo que consideraba mi obligación de mellizo mayor. Nunca tuve problema en comerme las pedradas que iban para él. De las cuatro cicatrices que escondo bajo mis greñas, dos son de aquellas piedras. Éramos como animalillos, pero no pasaba nada. El mundo no era tan importante, porque nos teníamos y parecía que no había nada más que hiciera falta al otro lado del muro del huerto de la abuela Agra. Dibujaba. Muy bien. No guardo ninguno de sus dibujos. A lo largo de los años y mis vaivenes, lo fuí perdiendo casi todo y lo único que conservo es su libro de Jim Botón, ya desencuadernado y destrozado, y su oso de trapo. Pero los recuerdos son claros en mi cabeza. Aquellos chirridos de sus pies, el zip-chac de las correas de los tobillos que tenía que abrocharle por las noches y la sombra de su cabeza negra y lisa que era lo contrario de la mía. Se ahogó en la poza de un molino. El día de nuestro cumpleaños. Por intentar soltar unos peces de colores. Perdió pie y las jaulas de sus piernas no le dejaron salir. Aún hoy me pregunto cómo hubiera sido mi vida si él siguiera vivo. Suelo responderme que era débil y enfermizo, y que de todas formas no hubiera podido salir adelante. Que cualquier otra enfermedad se lo hubiera llevado más tarde o más temprano, pero toda mi lógica no es más que una absurda pose de dignidad en la derrota. Sigo sin poder bañarme en aguas estancas. Ni lagunas, ni pozas, ni embalses, ni lagos... Es meter los pies y subirme el terror por las rodillas. No sé qué tipo de poso extraño es ese que me quedó. Supongo que el sentimiento de culpa por no haber estado allí, incluso a pesar de que sea un sinsentido porque de haberle ayudado, es casi seguro que nos hubiéramos ahogado los dos.

Nisiquiera recuerdo el dolor ¿sabes? Por extraño que suene. Solo la rabia. Incontenible. Furiosa.

No he vuelto a sentir una rabia así.