Tripi. Y ya.

Estoy lavando la colchoneta de la gatera de Tripi. Olía a su orín. De mearse encima cuando le llevamos al veterinario la última vez (bueno... la penúltima). Ya iba muy mal. Agotado. Creo que usó sus últimas fuerzas para trepar sobre mi camiseta, cuando le intentábamos encontrar la vena. Era lo lógico. Yo le salvaba siempre de todo. O al menos de todo lo que podía salvarle. La verdad es que yo también treparía a la camiseta de Jon si me sintiera asustado y sin fuerzas. De hecho, en estos dos días de mierda, he trepado a la camiseta de Jon varias veces. Y me ha ido bien. Ya no tengo los ojos como pelotas de golf. Ahora estoy en formato ping-pong. Creo que para mañana ya volveré a tener mis párpados corrientes y aburridos de toda la vida. Las ojeras aún no se me han ido. Y no sé por qué, si me caigo de sueño por las esquinas. De hecho, lo único que quiero en todo momento es dormir. Silencio, manta, rincón y dormir. Me duele la parte baja de la espalda y tengo la boca llena de llagas. La tristeza es algo curioso. Nos aniquila muy silenciosamente. Por eso defiendo siempre tanto la risa. La risa es lo único que puede salvarnos de cualquier cosa. Jon me dice que adopte a otro gato. Que ahora hay hueco libre en la tribu. Pero a mí no me apetece mucho ahora mismo ponerme a  mirar gatos. No sé por qué, pero aún no. Ahora solo dormir y dejar que este tren se encaje de nuevo en sus raíles. Que siempre lo hace. Es un hecho.

Tequila sigue tristona y desconcertada. Peyote, ya no. Peyote vuelve a rebotar en las paredes, trepar por los árboles y aniquilar lagartijas. Mola, Peyote. A él sí que va a ser durísimo perderle. Las cosas enérgicas dejan mucho más hueco que las lánguidas. Acuérdate de eso cuando tengas tentaciones de lloriquear. Nadie añora a los lloricas. Lo decía mi abuela Agra. Qué razón tenía.

Me canso de verme esta cara de imbécil en el espejo.