Marineros

Me está costando un mundo lo de las clases hasta las 20:00 y las 21:00h. Sobre todo en días como el de hoy, que ha habido curso de cocina en el trabajo y nos han usado de conejillos de indias para probar los platos. Casi me duermo en el autobús, con los fingers de pollo, la hamburguesa completa con queso y huevo frito y el crumble de manzana aún rebosando mi pobre estómago. Si no me llega a despertar la mochila que se me ha caído de los brazos, a estas alturas aún estaría yo roncando con un globo de salivilla y dando vueltas infinitas por Madrid en un asiento de autobús.

Es duro. No hablo de ello, pero es duro ajustar las horas. Trabajar hasta mediatarde, estudiar hasta medianoche, colaborar con que el ecosistema casa-cole-niños se mantenga (que bastante majos son los pobres y bastante autosuficientes), recordar dibujar los martes para entregar viñeta los jueves y utilizar los viernes para preparar las coreos de los sábados. Toda esa regla de tres hace que salga de casa de noche y vuelva a entrar de noche (aunque esto sea lo más habitual para todo ser humano currante) y que el domingo sea mi único día verdaderamente libre. O al menos mientras no me toque turno de limpiar baños (que viene a ser dos semanas de cada tres). Por eso a veces, cuando lo paso entero jugando a videojuegos o viendo teleseries y Gustavo me dice "¿no te da pena gastar en eso el domingo?" mi grito de guerra se escucha hasta en Calatayud. NO. NINGUNA PENA. NINGUNA. Los domingos son los días de no pensar. De que me den el ocio hecho. De calzarme la mascarilla y el spray y pintar lemures hasta que no me quede blanco en la camiseta sin manchar.

No me quejo. Todo lo he elegido yo voluntariamente y el 95% de las cosas que hago me gustan. Pero del trabajo hoy por hoy sí que prescindiría. Una pequeña lotería... un euromilloncejo... un cuponcito de la once... una poca de pasta para pagar mi parte de la hipoteca-nevera y hala. Solo estudiar, hacer bailar a mis cachorros de los sábados y dibujar.

No me gusta hablar de esto con Jon. Porque él siempre me dice que lo haga. Que coja una excedencia y un año sabático. Que me dedique solo a estudiar. Que él mantendrá el barco a flote. Y siempre tengo que sacudir la cabeza y contestarle lo mismo; que no. Que no estoy hecho de esa pasta. Que uno nació para ser capitán de su vida, pero nunca marinero.