Me he comprado ocho cervezas y un paquete de polos de congelar. Con eso creo que estoy perfectamente listo para ser un personaje de novela independiente absurda. Los polos aún no han caído, pero cervezas llevo ya tres. No debería beber tantas. Es porque estoy algo gilipollas. Me dijo que me llamaría a las seis y no lo ha hecho. No sé por qué no lo ha hecho, pero tampoco tengo huevos para querer averiguarlo. Así que solo me preocupo, duermo lo justo y espero. Y veo vídeos y telediarios hasta que se me secan los ojos, porque las instrucciones ajenas se me dan fatal.
He terminado el tigre. Hoy ha venido mi suegra para invitarnos a comer, así que se lo he enseñado. Le he preguntado si creía que Karlos iba a matarme. Ha dicho. "Sin duda. Pero...me encanta la pared." Me ha pedido que le pinte otro en el muro de su jardín. Mientras lo decía, su novio alemán me ha lanzado una mirada lúgubre. A lo mejor el mundo está dividido entre los que quieren paredes ocres y los que queremos tigres gigantes, pero yo no soy un buen baremo de conductismo. No tardaré mucho en cansarme de los tigres y empezar a pintar... no sé... guacamayos silbadores. Y entonces no tendré ni una pizca de piedad en repintar encima y empezar de cero, con lo que, de nuestro tigre blanco, no quedarán ni los bigotes. Creo firmemente en que nada permanece. Y que además está bien así.
Me dicen que a lo mejor me confundí en el post de ayer y que escribí "llegaron a pegarme por un trozo de pared" cuando quería decir "llegaron a pagarme por un trozo de pared." Pero no, no... No me pagaron nada. Sólo me dieron un puñetazo en el estómago y dos patadas. De las patadas no me acuerdo mucho. Del puñetazo en el estómago no me olvidaré en la vida. Pasé dos semanas pensando que iba a morirme como Houdini, de una peritonitis y por idiota. Luego no pasó nada. Un morado que desapareció y una lección que no aprendí (para variar), porque... repito, nada permanece y está bien así.
Todas estas noches de dormir lo justo, me tumbo en la hamaca del jardín y veo a uno de mis vecinos durmiendo sobre una colchoneta en el suyo. No sé si es el que grita gilipollas o el que dice vale-vale, pero me da algo de lástima verle ahí fuera tirado, como escondido de algo indeterminado. Imagino que cuando amanece, él se levanta, me ve y piensa exactamente lo mismo. Somos dos raros absurdos bidireccionales que no quieren dormir bajo su propio techo. Los mosquitos de Mingorrubio deben de andar encantados.
Llámame ahora y explícame por qué no has llamado. No me importa que sea tarde. Hazlo, joder.